Los liberales desorientados
El denominado libertarismo es un fenómeno político curioso. Es un movimiento/ideología que pretende presentarse como la nueva cara del liberalismo. No es un fenómeno nuevo, sin embargo, el éxito que ha alcanzado recientemente, por ejemplo, con la victoria de Milei en Argentina, es lo que debería llamarnos la atención. Sobre todo, porque es una corriente política eminentemente confundida. Por un lado, porque es una vulgarización copiosa del liberalismo, doctrina que, claramente, no comprende; por el otro, porque plantea una serie de propuestas que son, en el fondo, profundamente contradictorias, reaccionarias y completamente desconectadas de la realidad social. Pero no es la primera vez que esto pasa en la historia política de la humanidad moderna. Sobre todo, que aparezcan intelectuales, pseudo-ilustrados, que se llenan la boca de principios como libertad y dignidad de las personas, y que, en el fondo, plantean un proyecto que tiene una clara orientación clasista.
Recuerdo la primera vez que topé con los planteamientos contradictorios libertarios, cuando hace algunos años ganó cierta notoriedad la guatemalteca Gloria Álvarez. En ese momento, me parecía hasta fútil el ejercicio de tomar en serio lo que decía e intentar responderle. Sobre todo, porque era una personalidad que se movía claramente en ámbitos más elitistas. Por otra parte, porque la simplicidad y el reduccionismo de sus planteamientos me resultaban demasiado caricaturescos. Lo mismo en el caso de liberales/libertarios bolivianos, como Dunn y otros, que pareciera que habitan universos ficticios y desconectados de la realidad. Sin embargo, la escalada vertiginosa del entretenedor populista Milei es un fenómeno sobre el que conviene reflexionar, porque es el síntoma de un problema más profundo. A saber, de la crisis de hegemónica del neoliberalismo y de la fascistización de la política. El primer proceso se manifiesta en un creciente malestar e inconformidad social, a escala global. El segundo, más problemático, tiene que ver con una respuesta política altamente confundida frente a este malestar.
En este contexto, de malestar y de búsqueda de respuestas, han aparecido los monstruos. Intelectuales de toda laya, autoidentificados como “liberales” o libertarios, que se llenan la boca con consignas sobre la libertad y se presentan como amigos del pueblo, realizando promesas grandilocuentes y prometiendo soluciones a problemas inventados. “Los socialistas”, “los comunistas”, “los inmigrantes”, “la inseguridad” y un largo etcétera de fantasmas, cuya invocación resulta más fácil que enfrentar los verdaderos problemas de fondo. Digo bien “liberales” entre comillas, porque una cosa que me queda clarísima es la evidente y profunda incomprensión de estos intelectuales de las ideas que profesan. En otras palabras, se llena la boca de liberalismo sin saber de lo que hablan. Por ello, antes de ingresar a explicar la fascistización de la política que promueve el libertarismo, en esta primera sección esbozo una breve explicación marxista sobre por qué los liberales no saben de lo que hablan, ni mucho menos qué es lo que quieren.
En esta breve explicación, me limitaré a discutir los señalamientos básicos (en el sentido de rudimentarios o elementales) de los libertarios y liberales del carnaval, contemporáneos. Siguiendo con la tradición corta del neoliberalismo, estos intelectuales invocan constantemente las nociones de libertad y dignidad individual. Al hacerlo, la primera gran confusión en la que incurren es la de combinar, de manera vulgarizada, los principios de la libertad negativa de la tradición analítica, con la libertad positiva de la filosofía ilustrada continental, en particular, del idealismo alemán. En el primer caso, el principio de libertad apunta a la ausencia de restricciones externas sobre la agencia individual. Bajo este principio, mientras no exista una restricción social sobre un determinado acto, el individuo debería ser libre de realizarlo. En el segundo caso, el principio de libertad es más ilustrado y, consecuentemente, menos utilitarista, pues plantea que las restricciones sobre la agencia humana son el producto de la razón (¡Sapere aude!).
La siguiente gran simplificación en la que incurren que es, muy probablemente, el resultado de una exploración repetitiva y adoctrinada de textos de economía y pensamiento liberal, es la de casar el concepto de “libertad” con la noción de “libertad de mercado”. En este nivel, la simplificación más trillada que llevan a cabo es la invocación idólatra y desinformada de pensadores como Adam Smith. Tanto liberalillos, como libertarios, pretenden naturalizar al egoísmo y la autocomplacencia, como características inherentes al ser humano. A partir de esta simplificación, intentan argumentar la cuasi-inevitabilidad de la ideología que profesan. Una perfecta caricaturización de esta simplificación fue el libro de Álvarez “Cómo hablar con un conservador”. En este libro intenta diferenciar al libertarismo del conservadurismo; para después plantear que su “modelo de mujer liberal” era la conservadora Tatcher, quien planteó la “no existencia de la sociedad”, para empujar una agenda económica conservadora -en el sentido de elitista-, invocando principios liberales.
Pero sigamos. El propio Adam Smith rechazó, siempre, la idea de una “naturaleza humana”. Su concepción sobre los afectos y las motivaciones humanas era más compleja, pues consideraba que “las diferentes pasiones proceden todas de diferentes estados de ánimo y circunstancias externas” (Smith 2009), coincidiendo con otros pensadores ilustrados contemporáneos como David Hume. Según esta comprensión, contra la idea de una “naturaleza humana egoísta”, una “pasión” como el interés propio es el resultado de la experiencia sensible y social del sujeto, así como del uso de su razón e imaginación. Este es un argumento individualista que difiere radicalmente del esencialismo de los liberales contemporáneos, porque plantea que la motivación humana es fundamentalmente heterogénea y que no puede ser reducida a determinados principios. En este marco, incluso el “interés propio” difiere sustancialmente, según la experiencia concreta de cada individuo; además no es ni la principal, ni la única pasión del ser humano.
De otra parte, no cabe duda que Smith le otorgaba un lugar central al interés propio, en sus reflexiones sobre el liberalismo económico. Fundamentalmente, planteaba que esta pasión es la que impulsa a los individuos a la autosuperación y al progreso. Pero, es importante aclarar que “La Riqueza de las Naciones” es un texto de la ilustración escocesa, cuya motivación filosófico-política principal era hacer frente a las arbitrariedades e imposiciones comerciales de Inglaterra. En este sentido, considerando la historia larga de imperialismo colonial y de destrucción de industrias y mercados locales, para la imposición de productos ingleses, es justo decir que la prefiguración ilustrada de libre mercado de Smith nunca tuvo una aplicación real. Es más, la búsqueda del interés propio en el ámbito de la economía, planteada por Smith, operaba como un principio de restricción ético-moral; y no como la ausencia de restricciones, como postulan los libertarios. La cuestión de fondo, para Smith era ¿Cómo se puede asegurar que actuar por interés propio sea beneficioso, tanto para uno mismo, como para la sociedad en su conjunto? Por lo mismo, en este aspecto también se hace evidente cómo los defensores del libre mercado son una caricaturización vulgar de las propias ideas que persiguen.
En términos concretos o prácticos, desde los inicios del capitalismo industrial, hasta el presente, no ha existido tal cosa como el “libre mercado”. De hecho, valdría la pena preguntarse si es que alguna vez existió tal cosa. Aquello que los economistas liberales señalan como “libre mercado” es, con seguridad, la institución más iliberal. Algunos de los argumentos más sólidos en esta dirección fueron planteados por Marx, el causante de la ansiedad y el desespero de los liberalillos. De acuerdo con la crítica de la economía política, el “libre mercado” se estableció históricamente a partir de la imposición, el despojo y la violencia. Esta no es una conjetura, sino un hecho fáctico que es demostrable hasta el presente. El sistema capitalista se creó y se ha mantenido hasta el presente, a través del ataque sostenido y sistemático a la libertad y la dignidad de los individuos, para mantener un orden socioeconómico desigual. Sobre esto se ha escrito y expuesto tanto, que el hecho que se siga homologando la defensa del capitalismo con la defensa de la libertad, no es más que un acto sostenido y obstinado de cinismo.
En lo que respecta a la suerte del individuo, la economía clásica o liberal, en el capitalismo, tiende a borrar la experiencia concreta de los sujetos. El énfasis en la producción y el intercambio, bajo la égida del “interés propio” mal entendido como pulsión de lucro, deshumaniza a las personas. En el universo práctico del “libre mercado”, el individuo, como experiencia espiritual particular, desaparece, es borrado, convertido en experiencia abstracta, en función de su trabajo. Por otro lado, y en esto Marx se oponía radicalmente al economicismo liberal, señalaba que el emparejamiento de la libertad individual con la propiedad privada, en realidad enajena al individuo. Se reduce la esencia del individuo a la tenencia y al trabajo. Por ello, la propuesta de abolir la propiedad privada es, en términos formales, la defensa más clara de la libertad y de la esencia individual: “La superación positiva de la propiedad privada, como la apropiación de la vida humana, es, por tanto, la superación positiva de toda enajenación y, por consiguiente, el retorno del hombre (…) a su existencia humana,” (1966, 82).
Si se considera que, en el sistema capitalista, el trabajo concreto es borrado, convertido en trabajo abstracto en función de la acumulación capitalista, y que la propiedad privada de los medios de producción es continuamente enajenada y concentrada en pocas manos, el liberalismo económico, tal y como es planteado hasta el presente, por liberales y libertarios, es esencialmente iliberal. Es decir, directamente opuesto a los principios de libertad y dignidad individual. En la práctica es, literalmente, una ideología de justificación de los intereses de una “casta”, a saber, la clase capitalista. Hago uso intencional de este término, porque en el discurso conspirativo y abyecto de los libertarios, como Milei y sus repetidores, aparecen alusiones a una “casta”. No es raro, en la historia de los discursos fascistas, la alusión a nociones que provienen de otros discursos, como en este caso la referencia pervertida a la de la lucha de clases. Sobre este tema retomo en la cuarta sección, donde explico la fascistización de la política que promueve el libertarismo.
Estas confusiones de principios llevan a estos liberales a una contradicción bastante sintomática que, incidentalmente, los empuja a apoyar con entusiasmo proyectos políticos iliberales y reaccionarios. La contradicción, desde luego, se traduce en que “no saben lo que quieren”. Por un lado, se inclinan más por el principio de libertad negativa, sobre todo aplicado al ámbito de la economía. Preferirían un mercado sin restricciones, donde aplique el derecho natural utilitarista hobbesiano. Por otra parte, invocan el principio ilustrado de libertad positiva a conveniencia, en particular cuando intentan situarse en una posición moralmente superior sobre algún tema. En algunos casos, donde la confusión es más anodina, se presentan como “liberales clásicos” y “conservadores” a la vez, exhibiendo con mayor énfasis su sandez. En la práctica, se inclinan sobre todo por nociones de “libertad” que, en realidad, mellan la dignidad individual; e invocan principios ilustrados que, de hecho, no han entendido. En este marco, no solo están totalmente desconectados de la realidad social, sino que son incapaces de ordenar sus ideas en el nivel, más sofisticado, de la abstracción. Son los perfectos vendedores de humo desinformados; charlatanes par excellence.
Entonces, la siguiente cuestión por resolver es ¿Cómo afecta este ideologema liberal-libertario en la realidad social? La respuesta es el envilecimiento de la política y el auge de ideas reaccionarias, expresadas con teatralidad abyecta. La peligrosidad de este envilecimiento tiene que ver con que se vuelve atractivo para muchos. ¿Por qué pasa esto? Definitivamente, no porque estos planteamientos tengan más sentido, o sean más verdaderos que otros. Sino y simplemente, porque cada vez más gente está frustrada e inconforme. Esta inconformidad social, por paradójico que les resulte a muchos, es el correlato del fracaso de las políticas económicas aplicadas a nivel global, durante las últimas cuatro décadas. Políticas económicas inspiradas en un fundamentalismo de mercado que, claramente, favorecieron a unas “castas”, a la vez que deterioraron las condiciones de vida del resto. De forma malsana, los libertarios intentan capitalizar este descontento para plantear, como “soluciones”, las mismas políticas económicas. Ingresamos en el terreno de la locura y de los monstruos.
(Continúa…)